Elsa Wertman

07/09/2010 796 Palabras

Era yo una campesina alemana de ojos azules, chapeada, fuerte y feliz, y el primer lugar donde trabajé fue en casa de Thomas Greene. Un día de verano cuando ella no estaba, entró en la cocina, silenciosamente. Me tomó en sus brazos y me besó el cuello, y yo volví la cabeza. Entonces, ninguno de los dos parecía saber qué era lo que estaba pasando, y lloré por lo que sería de mí. Y lloré y lloré por mi secreto que se hacía cada vez más evidente. Un día la señora de Greene me dijo que entendía y que no me haría la vida difícil; ella, sin hijos, adoptaría al niño. (Él le dio una granja para hacerla callar.) Se escondió en la casa e hizo correr la voz como si fuera a pasarle a ella. Salí con bien, nació el infante; me trataron con tanto cariño. Después me casé con Gus Wertman y pasaron así los años. Pero en las convenciones políticas cuando todos pensaban que mi llanto se debía a la elocuencia de Hamilton Greene, no era por eso, ¡No! Quería decir: ¡Ése...

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